miércoles, 28 de octubre de 2009

Mi primer viaje en avión

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Anoche le conté a Marina por qué llevo tanto tiempo sin montar en avión. La única vez que lo hice tenía doce años. Era mi cumpleaños y era sábado, no lo olvidaré jamás.
Mis padres habían decidido regalarme un fin de semana en Eurodisney, así que me despertaron temprano para que me vistiera corriendo, no fuera a ser que perdiéramos el avión.
Avión, qué bien me sonaba esa palabra entonces. Recuerdo que me puse tan contento porque iba a ser la primera vez que montaba en uno de ellos. Apenas desayuné, solo quería que nos marchásemos enseguida.

La espera en la sala de embarque se me hizo eterna. Estaban solucionando un problema de logística, algo sin importancia, nos dijeron, y habían previsto que despegaríamos con una hora de retraso, así que mi padre fue al quiosco a comprar el periódico y un tebeo de Mortadelo para mí.

— Mira Luisa —le dijo a mi madre— por fin van a dar subvenciones a las empresas para contratar a minusválidos. Igual mi hermano tiene suerte y le contratan por fin.
— Es verdad, qué bien. Ojalá todos tengan una oportunidad.

Poco después anunciaron por los altavoces que nuestro avión estaba a punto de despegar. Mi padre y yo nos sentamos en la fila que había delante de la de mi madre. Él dejó que me pusiera en la ventana. Recuerdo que durante el despegue le agarré con fuerza la mano y cerré los ojos, pero una vez que estuvimos arriba desapareció el miedo.

El comandante nos dijo que tardaríamos dos horas en llegar, pero al poco rato yo ya estaba cansado de mirar por la ventana. Ojeaba el tebeo, miraba al infinito, pero ya estaba harto de estar sentado y me quería levantar. Le dije a mi padre que tenía ganas de ir al baño para que me dejara ponerme de pie. Había cola pero no me importó, en realidad no tenía prisa, solo quería inspeccionar.

Una vez dentro escuché el ladrido de un perro. Pensé que debía haber escuchado mal porque imaginaba que en los aviones no permitirían meter animales, al menos no junto con los pasajeros. Pero entonces volví a escucharlo. Al salir le pregunté por curiosidad a una de las azafatas. Me dijo que estaba prohibido, que los únicos animales que había en ese avión eran los dos perros guías del piloto y su ayudante. Me sonrió y se marchó.

“Perros guías —pensé— no podía ser”. Fui corriendo a mi asiento para preguntarle a mi padre qué eran los perros guías, pero su respuesta no me tranquilizó, me dijo exactamente lo que yo ya sabía. Pero entonces no era posible que fueran del piloto y su ayudante. Me eché a temblar.

— ¿Crees que me dejarían entrar a ver la cabina? —Le pregunté a mi padre— Me gustaría mucho ver cómo es la cabina de un avión de verdad.

Él, que supuso que yo estaba asustado porque me daba miedo volar, pensó que si me permitiesen verla y hablar con los pilotos me tranquilizaría, así que le preguntó a la azafata. La misma azafata que me había sonreído tan tranquila después de explicarme lo de los perros. Esta vez dudó un momento, puso cara de sorprendida y nos dijo que lo tenía que consultar. Pocos minutos después vino a recogerme.

— Dicen que les da igual, esto es de locos — gruñó, y me agarró de la mano para llevarme hasta allí.

Era una sala muy pequeña llena de relojes. Dos asientos me daban la espalda y junto a ellos dos perros que ni se inmutaron cuando entré. La azafata cerró la puerta dejándome dentro y uno de los pilotos se giró para saludarme.

— ¿Qué tal chaval? Nunca habías entrado en una cabina como esta ¿verdad?

Yo estaba muy asustado, había podido verle los ojos y no había duda de que era ciego, como su compañero, que se dio la vuelta para sonreírme. Sus ojos estaban como vacíos, no tenían expresión y aunque miraban hacia la dirección en la que yo me encontraba, parecían atravesarme.
— ¿Sois ciegos?
— No te asustes, en realidad estos bichos se pilotan solos.

Me explicaron que hoy en día los aviones se manejaban por ordenador, que casi todo el trabajo se hacía desde tierra y que, en realidad, los pilotos solo estaban allí por si había alguna emergencia, en cuyo caso ellos estarían tan preparados para actuar como cualquier otro.
Muy al contrario de lo que podía pensar la gente, dijeron, la vista tiene poca importancia a la hora de pilotar. Fue increíble estar allí con ellos, me dejaron ver todo lo que quise, e incluso me explicaron para qué servían algunos de aquellos relojes. Les di las gracias por haberme dejado entrar y volví a toda prisa a mi asiento para contarle a mis padres lo que acababa de ver.

Estaba tan nervioso que casi no podía hablar. Al principio mi padre no me creyó, pero yo le juraba una y otra vez que era cierto. Mi madre se levantó de su asiento y se dirigió hacia la cabina para comprobarlo con sus propios ojos.
El resto de pasajeros estaban desconcertados, sabían que algo ocurría, pero no tenían ni idea de qué podía ser, hasta que mi madre se puso a dar gritos desde la parte delantera.

Cuando todos fueron conscientes de que estábamos en manos de dos pilotos ciegos el pánico se adueñó del avión. De nada sirvieron las explicaciones de la tripulación, o las que intentaba dar yo mismo a los que tenía más cerca. Se trataba de un convenio con la ONCE, querían fomentar la inserción de los disminuidos físicos en el mercado laboral. Esos dos señores, según nos contaron, estaban perfectamente capacitados para pilotar el avión, que por otra parte, había sido habilitado para que eso fuera posible. Al fin y al cabo estas máquinas funcionan prácticamente solas, decían, pero nada les convencía.

Algunas señoras se pusieron a rezar en voz alta, un señor exigía que le dejaran pilotarlo a él, alegando que era camionero y no tenía que ser mucho más difícil que conducir su camión. Un chico de unos quince años decía que él se pasaba el día jugando a videojuegos de aviones, y que seguramente sería el más apropiado para hacerlo. Todos tenían algo que decir, que hacer, algo por lo que protestar.

Yo estaba muerto de miedo en mi asiento al ver el follón que se había montado en un momento. No me ayudaba nada oír a mi padre dando voces fuera de si.

– ¡Están locos! ¿Cómo es posible que dejen pilotar a dos ciegos? –Gritaba mientras agitaba los brazos al aire.
–Papá. Tú dijiste que había que dar una oportunidad… –apenas conseguí que me saliese la voz.

La azafata me miraba con cara de mala leche, echándome la culpa por haber provocado esa situación, pero yo estaba tan asustado que solo quería que todo terminase de una vez.

Tres pasajeros consiguieron acceder a la cabina y obligaron a los pobres pilotos a tomar tierra en el aeropuerto más cercano.

Nunca llegamos a París, el avión aterrizó por fin en el aeropuerto de San Sebastián. Allí nos esperaban la policía y un montón de periodistas, porque otro de los pasajeros se había puesto en contacto con ellos por el móvil para denunciar la situación.

Pasaron varios meses hasta que se olvidó el asunto del avión. La intención había sido buena, pero como no interesaba que se siguiera dando mala imagen a la compañía al final optaron por indemnizar a todos los pasajeros.
Nunca más un invidente ha vuelto a pilotar un avión comercial, a pesar de todo el mundo sabe que ya todo funciona por ordenador y que ellos pueden llegar a ser tan capaces como cualquier otro.

Por supuesto aquel fin de semana volvimos en tren a casa. No teníamos ningunas ganas de volar otra vez. De hecho, yo me quedé tan traumatizado con aquello que nunca más he vuelto a hacerlo.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Premio Planeta

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Conocí a Raquel del Valle cuando tenía quince años. Siempre fue como ahora, entusiasta, soñadora y valiente. Muy valiente, eso fue lo que más me llamó la atención de ella cuando la conocí.
Coincidimos en clase en 2º de B.U.P. y desde entonces hemos sido inseparables. Juntas hemos podido con todo.

Superamos la muerte de su perro Scottex, mi operación de apendicitis, su esguince de codo, todos nuestros desengaños amorosos… Siempre me acompañaba a mis exámenes prácticos de conducir y me invitaba al cine en cuanto acababa, para hacer más llevaderos mis suspensos. Mis seis suspensos.

En fin, lo compartimos todo. Los momentos malos pero también los buenos. Por eso el jueves pasado no podía ser menos y allí estábamos las dos, a las siete en punto, en el cóctel de la antesala de la ceremonia del Premio Planeta 2009.

Raquel lleva años escribiendo, ya lo hacía cuando yo la conocí. Su especialidad son los microrelatos, de hecho, hasta el año pasado nunca se había atrevido a escribir nada que ocupase más de dos o tres páginas. Siempre bromeábamos con que el día menos pensado ganaría un premio muy importante.
Una noche entre copas de vino y mojitos la piqué para que escribiera algo largo y lo que en principio comenzó como una broma se convirtió en una novela de más de doscientas páginas.

Así que allí estábamos las dos, tan ilusionadas como un niño al descubrir el salón lleno de regalos el día de Reyes. A nuestro alrededor todo era gente elegante sonriendo y saludándose entre sí.
No podíamos creer que estuviéramos compartiendo canapés con tantos escritores a los que admirábamos. Por supuesto ellos nos ignoraban, pero a nosotras eso nos daba igual, ahí estábamos, vestidas de princesas, como había dicho Raquel al subir al taxi, y solo queríamos disfrutar.

Raquel me contó cómo funcionaban estos premios. Me dijo que el jurado lo formaban siete escritores españoles ya consagrados. “Pero yo creo que se sabe quién va a ser el ganador casi antes de que comience a escribir la novela” decía. En fin, ella estaba segura de que solo estábamos allí, no porque se hubiera presentado, que eso podía hacerlo cualquiera que cumpliera los requisitos, sino porque su amigo Fran, que trabaja en la agencia que organizaba el evento, le había conseguido dos pases.
Sabía que no optaba al premio, eso era evidente, estábamos ahí solo para poder vivir la experiencia, y desde luego no íbamos a desaprovechar la ocasión.

La sala en la que se iba a entregar el premio era enorme y diáfana. La cercanía al escenario dependía de la experiencia y los premios que había conseguido el escritor. Por lo tanto nosotras nos sentamos casi al final, precedidas por una hermosa columna que nos impedía ver todo el escenario de una sola vez.

—Mira el tercer asiento por la derecha, en la tercera fila, Mila Cuenca, es la favorita. Ella y Gustavo Esteban, que ahora no le localizo, pero debe andar por esa zona.

Me encantaba ver a Raquel tan contenta.

—Tengo que ir al baño —le dije— voy a aprovechar ahora, antes de que empiece y me pierda el momento en el que te nombran ganadora.

Las dos nos reímos y yo salí de nuevo al vestíbulo. Apenas quedaba gente por los pasillos, la gala estaba a punto de comenzar, y solo me crucé con algún invitado despistado que corría al salón. Ni rastro de los aseos. Bajé unas escaleras que tenía próximas con la intención de dar por fin con el dichoso baño, porque aunque suponía que este tipo de eventos comenzarían con retraso, no quería perderme ni un segundo de lo que ocurría allí.

Me pareció oír un ruido detrás de una de las puertas y supuse que si bien no daba con el baño, encontraría a alguien a quien poder preguntar por él. Nada. Era una pequeña habitación con productos de limpieza que aparentemente estaba vacía. Pero entonces volví a escuchar algo, como un susurro, me asomé detrás de un armario que dividía la habitación en dos partes, y vi la escena más bochornosa con la me he encontrado en toda mi vida. Dos señores en una actitud muy comprometedora. Uno de ellos se encontraba de pie con los pantalones bajados y tapaba la boca del que se hallaba de rodillas delante de él. No habría reconocido al que estaba en el suelo, si no hubiera sido porque unos minutos antes Raquel me había contado que se trataba de uno de los miembros del jurado. Por lo visto había escrito infinidad de novelas, y aunque a mí ni siquiera me sonaba su nombre, Raquel decía que era uno de sus escritores favoritos. Aunque la mayor sorpresa me la llevé al advertir que el que se hallaba de pie, pegado a mí, intentando taparse la cara en un gesto desesperado, era el Ministro de Cultura. Ese señor tan correcto, del opus, que salía tantas veces en la tele con cara de no haber roto un plato en su vida, casado y con tres hijos.

La escena debió durar dos o tres segundos, el tiempo justo que tardé en mirar a ambos, pedir disculpas y salir a toda prisa, aunque a mí me parecieron horas.

Subí los peldaños de las escaleras de tres en tres, solo quería salir de allí y olvidar lo que acababa de ocurrir, cuando de repente me paré en seco. Sin pensarlo escribí una nota en mi libreta, arranqué la hoja, volví a entrar a toda velocidad en el cuarto, hice una foto con el móvil lo más rápido que pude, les tiré la nota y esta vez sí salí corriendo y no me detuve hasta llegar a mi asiento.

Raquel me dijo que iban con retraso y que no me había perdido nada interesante.
—Desde luego que no —pensé yo.

Por fin, unos quince minutos después salieron los miembros del jurado. Vi cómo el Ministro se sentaba en uno de los palcos principales rodeado de guardaespaldas y me pregunté cómo había sido capaz de quitárselos de encima solo unos minutos antes.

Tardaron casi una hora más en dar el nombre del ganador. Una introducción sobre la historia del concurso, las charlas de los dos últimos galardonados y por fin el momento estrella. Se hizo el silencio. Una chica muy guapa salió por uno de los lados del escenario y entregó un sobre cerrado a uno de los miembros del jurado que estaba de pie a un lado. Éste lo abrió y miró el contenido. Aunque trató de disimularlo no pudo ocultar su sorpresa, antes de leer lo que ponía se giró disimuladamente hacia el resto de miembros del jurado, que le miraban sin saber muy bien a qué se debía tanta expectación.

Todos le miraron excepto uno que alzaba los ojos hacia los del Ministro, que le devolvía la misma mirada seria y preocupada, mientras subía ligeramente los hombros dándole a entender que no tenía otra opción.

—Y el premio Planeta 2009 es para la novela: Escarabajos rotos, de Raquel del Valle.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Zapatillas nuevas

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La profesora levantó la vista para decidir quién saldría a la pizarra a corregir el último ejercicio.
—Bien Luis sal tú y sorpréndenos para variar.

Él, que hasta ese momento había permanecido ajeno a lo que ocurría en la clase, se sobresaltó, y justo cuando iba a levantarse sonó el timbre del recreo.
—Salvado por la campana, pero no te confíes, mañana a primera hora serás tú quien salga a corregirlo.

El chico, que no había dejado de mirar el reloj durante toda la clase, corrió hacia la puerta para subir cuanto antes al patio y poder jugar por fin la final contra los de 6º B. Hoy estrenaba zapatillas y estaba deseando demostrar lo que era capaz de hacer con ellas. Su madre siempre se empeñaba en comprarle el calzado dos tallas más grandes para que le sirviesen durante más tiempo y había tenido que atarse los cordones con mucha fuerza para poder andar bien.

No sirvió de nada. Diez minutos más tarde, en un tiro a puerta, la zapatilla de Luis salió disparada y para su sorpresa, sobrepasó la alambrada de encima de la valla y cayó en la calle.
Otro niño salió a sustituir a Luis al campo, y éste, aprovechando que los cuidadores estaban de espaldas a él, subió la valla para ver qué había ocurrido.

—Mira Javi, ahí está —le dijo al único compañero que no estaba pendiente del partido.
—Yo no puedo subir ahí para verlo —contestó el otro desde abajo.
—Deja el bocadillo y dame la mano, que te ayudo a subir.

No le resultó nada fácil tirar de su amigo, que pesaba más del doble que él, pero al final consiguió que alcanzase la altura suficiente como para ver su zapatilla tirada a un lado de la acera.

Los dos permanecieron callados, observándola, pensando cómo podrían recuperarla, hasta que vieron acercarse a un chico que paseaba con su perro.

—Oye tú, ¡aquí arriba! —Luis, nervioso, sacaba el brazo por la verja para intentar llamar su atención— ¿Qué pasa, es que no oyes? ¡Arriba, en el patio!

Entonces el chico se quitó los cascos que llevaba puestos y les miró desafiante al tiempo que su perro les ladraba desde abajo.

—Tírame la zapatilla, ¡ahí, ahí! Al lado del contenedor.

El chico se giró y sonrió al ver la zapatilla tirada en la acera. El perro corrió hacia ella y comenzó a mordisquearla.

—¡Quieto Tor! —le gritó, mientras se la quitaba de la boca.
—Tíranosla, tíranosla —gritaba Luis impaciente.

Pero el chico se giró hacia el contenedor que había justo al lado y dijo:
—A mi me han enseñado que hay que reciclar.

Y mientras se reía metió la zapatilla en él, y sin ni siquiera mirarles volvió a ponerse los cascos y se marchó.

—¡Las zapatillas no se reciclan en el contenedor de vidrio, idiota! —gritó Javi desde arriba, y volviéndose hacia su amigo le dijo— ¿Has visto lo que acaba de hacer ese gilipollas?
—Yo no puedo volver a casa sin mi zapatilla, Javi, me la voy a cargar que es nueva. Mi madre me mata.

Sonó el timbre de las once y media y los niños corrieron a ponerse en las filas de sus clases para volver a entrar.
Luis se acercó a la profesora de matemáticas para pedirle permiso y poder salir a recuperar su zapatilla.

—Ya estás haciendo el tonto otra vez, ahora no puedes salir a la calle que tienes clase, ya la recogerás a la salida —le dijo y sin darle tiempo a decir nada se dio la vuelta y se marchó.

—Bueno Luis —le tranquilizó Javi— por lo menos sabemos que está ahí metida, a la salida vamos a por ella.

A Luis aquel plan no le convenció del todo, pero no tenía otra opción.
Se le hicieron las dos horas y media más largas de toda su vida, y en cuanto dieron las dos en punto salieron corriendo hacia el contenedor. Sin embargo era demasiado tarde. El vidrio ya estaba en el camión y el conductor había arrancado para llevárselo.
Los dos salieron corriendo tras él, gritando y haciendo gestos para que parase. El conductor al verles se detuvo y sacó la cabeza por la ventanilla.

—¿Qué es lo que pasa? Hombre Javi, si eres tú.
—¿Le conoces? —preguntó Luis a su amigo.
—Es Germán, mi vecino del primero —le dijo, y luego se acercó a la ventanilla para hablar con él— pues es que hoy se jugaba la final contra 6º B y Luis estrenaba zapatillas nuevas y…
—Mi zapatilla estaba dentro del contenedor y tengo que recuperarla —interrumpió Luis al ver que la explicación de su amigo iba a llevar demasiado tiempo.
—¿Y cómo ha llegado tu zapatilla al contenedor? Bueno, es igual, el caso es que yo no puedo buscarla aquí, y menos ahora, que voy con retraso y tengo que llevar el camión a la planta para que se lo lleve mi compañero.
—Pero es que era nueva, y si vuelvo a casa sin ella mi madre me va a matar.

Germán, al ver que los ojos del niño se volvían vidriosos por la desesperación, les propuso llevarles con él a la planta de reciclaje para recuperarla, y después les traería de vuelta al barrio.
Los dos niños llamaron a sus madres desde el móvil de Germán, y les contaron que iban a comer a la casa del otro, para que no se preocuparan.

La planta de reciclaje estaba a unos kilómetros de la capital. Al llegar, Germán se bajó del camión y se acercó a la garita del vigilante. Éste miró a los dos niños con desconfianza, pero finalmente asintió y los tres pudieron acceder al recinto.

—Esperad aquí a un lado mientras mi compañero y yo vaciamos el camión. Después buscaremos la zapatilla.

Los niños se sentaron en un bordillo. Luis sacó una manzana de su mochila y se la ofreció a Javier, suponiendo que estaría hambriento. Tenía que habérsela comido en el recreo, pero estaba tan pendiente del partido que se le había pasado y ahora, la tensión que tenía por no haber recuperado aún su zapatilla, le había cerrado el estómago.

—Gracias tío, me muero de hambre.

Junto a ellos había tres montones enormes a los que miraban alucinados. Quién les iba a haber dicho solo unas horas antes que tendrían la oportunidad de estar en una planta de reciclaje. La única planta de reciclaje de vidrio que había en todo Madrid.
En uno de los montones el vidrio era blanco, y estaba tan triturado, que si no hubiera sido porque sabían donde se encontraban, habrían pensado que se trataba de una montaña de sal. Al lado había otro similar pero de color verde, y un poco más a la derecha se encontraba el tercero aún sin depurar, con los trozos más grandes.
Enfrente una enorme nave que contenía toda la maquinaria necesaria para seleccionarlo, separarlo por colores y tratarlo según conviniese. Todo eso se lo explicó Germán durante las dos horas siguientes. El funcionamiento de toda la planta, incluso les enseñó algunas salas, y es que no contaban con que estarían allí más de lo previsto.

—Tenemos un problemilla chicos —les dijo Germán— hemos encontrado una pistola entre los cristales y hemos tenido que avisar a la guardia civil.
—¿Una pistola de verdad? —Javi no podía estar más excitado— ¿Cómo las de las pelis?
—Me temo que sí, y ahora tenemos que esperar a que los guardias la confisquen y nos den permiso para coger la zapatilla.

Por lo visto aquello no era algo ocasional. Como les contó era bastante habitual encontrar objetos que nada tenían que ver con lo que la gente debería echar en esos contenedores. Muchos de ellos eran objetos macabros o peligrosos, como navajas, alguna que otra urna con cenizas de difunto, e incluso en una ocasión encontraron una catana de más de un metro.
En esos casos el protocolo les obligaba a avisar a la guardia civil, por eso Germán no parecía tan desconcertado como lo estaban los dos amigos.

Un par de horas después les acercaba a sus casas, y esta vez los dos niños iban perfectamente calzados.
Cuando la madre de Luis le abrió la puerta eran cerca de las seis.

—¿Qué tal campeón, cómo ha ido el partido? Seguro que tus zapatillas han sido las protagonistas.

—Sí, bueno, las zapatillas han sido las protagonistas durante todo el día, pero ahora estoy hambriento, ¿qué hay de merendar?