martes, 26 de mayo de 2009

Dos bizcochos de chocolate

2 comentarios


María olvidó poner el despertador la noche anterior, y se despertó sobresaltada una hora después de la habitual. Se vistió a toda prisa, se perdonó la ducha, y para no perder más tiempo cogió un par de bizcochos de chocolate y un batido de vainilla que tenía en la nevera y corrió al metro.

Quedaba un sitio libre en el vagón, así que se sentó, abrió el batido y el envoltorio de uno de los bizcochos y aprovechó el trayecto para desayunar.
En el siguiente andén había un montón de gente. Dos chicas que acababan de subir se pusieron de pie delante de ella. Una de las chicas miró con odio a María sin que ésta lo advirtiera y le dijo a la otra:

–Debería estar prohibido, qué poca vergüenza.
–Ya se sabe que cada uno va a lo suyo –dijo la amiga bajito, intentando así que la otra bajara un poco el tono de voz.
–Es que por favor, digo yo que podrían fijarse un poco en la gente de alrededor, que no somos de piedra.
–Bueno, tampoco tiene por qué haberse dado cuenta.
–Uy que no, como que no se me nota, lo que pasa es que se hace la loca.

María seguía desayunando, ajena a la conversación, pensando en si le dirían algo en el trabajo por llegar tarde.

–A ver mujer, que no se nota tanto.
–Es que nada ¿eh? Como el que oye llover. Con lo mal que lo estoy llevando y nada, a lo suyo. Que estoy que me subo por las paredes, que ya no aguanto más de verdad.

María sacó el segundo bizcocho, abrió el envoltorio y justo cuando iba a morderlo la chica que tenía delante no pudo más, se inclinó hacia ella y le dijo:

–¿Es que no te das por aludida, no te das cuenta de cómo estoy?

María asustada levantó la vista y entonces advirtió la tripa de la mujer.

–Perdón, perdón, no me había dado cuenta de que estabas embarazada. –le dijo, mientras se levantaba para dejarle su asiento –iba ahí desayunando, a lo mío y ni te he visto. Pero siéntate, perdona, perdona.

La chica empezó a ponerse roja, o morada, o de todos los colores. La amiga intentaba tranquilizarla mientras hacía esfuerzos por contener la risa.

–Venga mujer, no te lo tomes así.
–¿Qué no me lo tome así?– dijo, esta vez alzando todavía más el tono de voz –¿Qué no me lo tome así?

María, aprovechando que el metro estaba parado, se bajó a toda prisa y cambió de vagón. “Está loca –pensó –tampoco es para ponerse así, si me llego a dar cuenta antes de que estaba embaraza me habría levantado, joder”

–No estoy embarazada, estoy gorda, ¡GORDA Y A DIETA! –le gritaba desde dentro del vagón, pero con el jaleo del andén María no pudo oírla.

martes, 12 de mayo de 2009

Un asesino con redacción y estilo

3 comentarios

En la madrugada de ayer, el escritor y profesor de la Escuela de Escritores, David Gallego, fue detenido en su domicilio de Madrid, acusado de ser el responsable de la muerte de los once componentes del grupo de Escritura Creativa de los lunes.

La Policía ha informado en un comunicado que, en el registro llevado a cabo en el domicilio del escritor, se intervino cianuro. Los agentes constataron que ese veneno coincidía con el encontrado en las bocas de las víctimas.

Según se ha podido saber, fuentes sin confirmar apuntan, como causas del fallecimiento, a unos sobres envenenados. El escritor pudo haber introducido unos cuestionarios en su interior y habérselos facilitado a la profesora, Clara Redondo, para que tanto ella como sus alumnos los rellenasen. Entonces se produciría el fatal desenlace, puesto que para cerrar los sobres tuvieron que humedecerlos con la lengua.

El juicio por este homicidio de las once personas está previsto que comience el próximo jueves 14 de mayo, a las diez de la mañana en la sección segunda de la Audiencia Provincial.

El fiscal ha declarado de antemano que reclamará, para el presunto homicida David Gallego, cincuenta años de prisión por el delito de homicidio múltiple intencionado y la imposibilidad de corregir los textos repletos de faltas ortográficas que se le obligará a leer a diario.
Desde la penitenciaría se afirma que, aplicando la ley actual, el autor confeso del asesinato podría salir de la cárcel antes de cumplir los 30 años de condena. Incluso se le permitiría tener un bolígrafo para poder corregir las faltas de los textos, si demuestra buena conducta.

Las investigaciones preliminares sobre el caso apuntan a que se trata de un crimen premeditado, provocado por el resultado de una clase que el escritor tuvo que dar a los alumnos de Clara Redondo. Estas mismas investigaciones afirman que el sujeto, tras haber impartido dicha clase, quedó horrorizado por el elevado número de faltas de ortografía y frases inconexas que los alumnos acumulaban en sus relatos.

“No podía permitir que semejantes individuos pretendiesen llegar a ser escritores – afirmaba la pasada madrugada mientras era arrestado –. Y tampoco podía permitir que la profesora siguiera impartiendo clases, por no haber conseguido que el nivel mejorase en estos siete meses”.

David Gallego, natural Madrid y vecino de Lavapiés, de 39 años se sentará el próximo jueves en el banquillo de la Audiencia Provincial, para concretar los detalles de la imputación que pesa sobre él.

lunes, 11 de mayo de 2009

Yo elijo mi destino (microrelato)

2 comentarios

Quise sentirme libre y a pesar de la cantidad de compromisos que me ataban a Madrid, fui a la estación. Elegí el primer destino que me llamó la atención, compré el billete y subí al tren.
Solo quería demostrarme a mi mismo que tenía la posibilidad de huir al alcance de mi mano. Que tanto estrés y esfuerzo por el trabajo merecían la pena porque yo lo había elegido.

Una vez que me convencí de lo fácil que me podría resultar empezar de cero, bajé del tren y regresé a la oficina.

miércoles, 6 de mayo de 2009

El móvil

1 comentarios

Tardé un par de semanas en darme cuenta de que mi móvil tenía voluntad propia. Incluso estuve a punto de cambiar de operadora, convencido de que el servicio de la mía era nefasto.
Y es que cómo iba yo a pensar que el dichoso aparato me manejaba a su antojo.

Por alguna extraña razón, a mi móvil no pareció gustarle la idea de que yo flirteara con Carolina, estando con Laura, mi novia de toda la vida.

Conocí a Carolina en el gimnasio, y un par de meses después nos intercambiamos los teléfonos.
Me fascinó desde el primer día que la vi en clase de spinning. Me quedé hipnotizado mirando el escote del top fucsia que llevaba.
Desde entonces me obsesioné con la idea de si aquel escote tan exuberante era operado o no. Y empecé a ir más a menudo al gimnasio, metiéndome en las mismas clases que ella, sin poder dejar de espiarla, hasta que por fin un viernes por la mañana se acercó a mi, me metió un papel doblado en el bolsillo del pantalón y se marchó.
En él había anotado su teléfono y su nombre: Carolina, y me decía que la llamase esa misma tarde para quedar.

Inmediatamente grabé su número y le escribí un sms para que también ella tuviera el mío, y para decirle que por supuesto que esa noche quedaríamos para tomar algo.

En seguida me fui a casa, ya no podía concentrarme en los aparatos, solo podía pensar que esa tarde por fin estaría más cerca de ese escote que me tenía tan obsesionado.

A las siete cogí el móvil y busqué su número: Carlos, Carmina, Carrasco, David, no podía ser. Estaba seguro de haberlo grabado por la mañana, en el gimnasio, en la C de Carolina. Volví a repasar la lista y nada. Entonces me acordé del sms que le había enviado yo, y me tranquilicé al pensar que allí encontraría su número, pero al llegar a la bandeja de enviados estaba vacía. Era imposible, sabía que yo no lo había borrado, sin embargo no había ni un solo sms.

No podía desaprovechar aquella ocasión, así que puse el chándal y me fui de nuevo al gimnasio, con la esperanza de que ella estuviera allí. Pero no estaba. Miré en todos los aparatos, en la piscina, a través de los ventanales de las salas de actividades y nada, hasta que de pronto me dí cuenta de que en una de ellas, al fondo, estaba una amiga suya, al menos una chica con la que la había visto muchas veces.
Era mi última oportunidad y esperé a que terminase la clase para hablar con ella.

Veinte minutos después salió. Al principio me miró sorprendida, pero después sonrió y me dio el número de Carolina.
Me fui al vestuario y marqué, no daba señal. Miré el teléfono y no tenía ni una rayita de cobertura. “Solo llamadas de emergencia”, ponía en la pantalla. Así que me levanté para salir fuera y llamar, y en ese momento el móvil sonó. Era Laura. ¿Cómo podía ser si no tenía cobertura? Contesté, le dije que estaba muy liado y no sabía si esa noche podría quedar o no, quedé en llamarla más tarde.

Por fin salí a la calle, cobertura a tope, C de Carolina… conectando… y… “no es posible establecer conexión”. ¡No podía ser!
Llamé a mi amigo Fran, para ver si marcando un número diferente no tenía problemas y él contestó. Me sentía como si me estuvieran gastando una broma, pero no había nada más que pudiera hacer, no tenía forma de contactar con ella.
Lo intenté unas cuantas veces más tarde y lo mismo, no había manera.
Pero entonces, sobre las diez de la noche, caí en que podía llamarla desde una cabina y probar suerte. Esta vez si pude hablar con ella. Solo que ya era demasiado tarde. Me dijo que por la hora que era pensaba que ya no llamaría y había hecho otros planes. Ni siquiera me creyó cuando yo le dije que había intentado llamarla tantas veces, porque insistía en que en todo momento ella había tenido su móvil disponible, con cobertura. Pero a pesar de todo, decidió darme otra oportunidad, y me dijo que quedásemos el siguiente viernes. Me contó que esa semana iban a operarle de un pequeño bulto que tenía en la rodilla, algo sin importancia, pero que no iba a poder ir al gimnasio durante toda la semana. Así que quedé en llamarla el viernes para vernos por fin.

Durante la semana no pude dejar de pensar en el tiempo que quedaba para volver a verla, a su escote, quiero decir, que era lo que realmente me tenía obsesionado. Varias veces intenté enviarle sms para ver cómo había ido la operación, cómo se encontraba, para decirle que tenía ganas de que llegara el viernes. Pero siempre que lo intentaba pasaba algo que chafaba el intento. Llegué a tener veinte sms en la bandeja de salida, pero nunca pasaban de ahí.

Podía llamar o enviar sms las veces que quisiera a Laura, a Fran, a cualquiera que no fuera ella, pero al intentar contactar con Carolina, nunca podía establecer conexión.

Hasta llamé a atención al cliente de mi operadora en una ocasión, desesperado, y me dijeron que mi línea estaba perfectamente.

El viernes siguiente volvió a ocurrir lo mismo. Imposible contactar con su número de teléfono. Así que me fui a la casa de Fran, para hacer pruebas con su móvil. Pusimos mi tarjeta en su teléfono, y automáticamente todos los sms que tenía acumulados se enviaron sin problemas, uno detrás de otro, en cuanto metí mi número pin. Cosa que no me esperaba y de la que me arrepentí al momento, porque fui consciente de que acabarían de llegarle a Carolina veinte sms seguidos, y pensé que la agobiaría.

Definitivamente comprendí que el problema no estaba en la operadora, ni en la línea, ni en la conexión, sino en mi móvil. Llegué a la conclusión de que eso ocurría porque antes de haber sido mío había sido de Laura, y cuando a ella le regalaron otro por su cumpleaños, me lo dio. De alguna manera entendí que el móvil seguía sintiéndose vinculado a ella, y por eso no podía permitir que yo le fuera infiel. Al menos no en la parte en la que él pudiera intervenir, que era la de no dejarme contactar de ningún modo con Carolina.

Volví a meter la tarjeta en mi móvil mientras le explicaba mis conclusiones a Fran. Aunque él no entendió nada, le dio la risa y me dijo que el escote de esa chica me había trastornado la cabeza. Pero yo supe que estaba en lo cierto.
La verdad es que desde el primer momento solo había sido eso, un escote, en eso sí tenía razón Fran, así que me fui de su casa y llamé a Laura para quedar con ella.

De camino saqué mi tarjeta y tiré el móvil en una de las papeleras.

martes, 5 de mayo de 2009

La radio

1 comentarios

Esta mañana he terminado de empaquetar las pocas cosas que aún me quedaban pendientes. Entre ellas estaba la radio que heredé de mi abuelo.

En un primer momento tiré la radio a una bolsa de basura que había improvisado en la cocina. Pero finalmente el poder de atracción que parece ejercer sobre mí, ha conseguido que la rescatase de la bolsa y la guardase en una de las cajas que han ido a parar a mi casa nueva.

Así que ahora me encuentro aquí, sentado en el sofá de mi nuevo salón, con la radio sobre mis rodillas. Preguntándome cómo es posible que me la haya traído, y recordando el día que llegó a mi antigua casa.

Aquel día llevé la radio a mi habitación por la noche y una vez en la cama comprobé si realmente funcionaba. A pesar de tener casi 50 años se encendió a la primera.
Nunca se me olvidará aquella noche. Había sintonizado una cadena de música clásica, así que giré la rueda para ver si era capaz de sintonizar el resto de cadenas, como cualquier radio normal.

De pasada me pareció escuchar la voz de Consuelo, la portera. Volví a retroceder y de nuevo estaba allí su voz. ¿Había ido la portera a un programa de la radio y no nos lo había comentado a todo el barrio? No podía ser.
Continué escuchando, pero entonces me dí cuenta de que no se trataba de un programa. Estaba manteniendo una conversación con Paco, su marido. Me acerqué el aparato a la oreja. Podía escuchar el televisor de fondo, sin duda. Así que por muy raro que me pareciera, en ese momento fui consciente de que acababa de sintonizar una conversación en el salón de la portera de mi edificio.

Inmediatamente apagué la radio y me dormí. Lo que acababa de suceder era imposible y probablemente se debiera a la falta de sueño que arrastraba desde que mi abuelo había muerto.

Me tiré todo el día siguiente en el trabajo dando vueltas al asunto de la radio, así que nada más llegar a casa, por la noche, le encendí, y de nuevo la misma escena. Esta vez hablaban en la cocina, mientras cenaban. Y entonces Paco digo:

- ¿Y cuándo vas a dejar de robarle las revistas al chaval del segundo?
- Seguro que él ni se da cuenta, con lo despistado que es, además solo me he quedado con las dos últimas. Tenía mucha curiosidad por ver las fotos de los animalitos de África. Además, tú también las lees, así que no me digas nada.

No daba crédito a lo que acababa de oír. Así que me robaba mis revistas de National Geographic, no podía creerlo. Era verdad que llevaba un par de meses sin recibirlas y no me había dado ni cuenta.

Al día siguiente le comenté a la portera si sabía qué podía estar pasando con mis revistas. Ella se puso colorada pero por supuesto negó saber nada al respecto, y me dijo que le preguntaría al cartero para ver si podía averiguar algo.

Al subir a casa encendí la radio y escuché cómo le contaba a su marido la conversación que acabábamos de mantener y avergonzada le decía que no lo volvería a hacer.

Los siguientes días no encendí la radio porque me sentía un poco mal por espiar las conversaciones de mis vecinos.
Pero una tarde me encontré en el portal con Silvia, la chica del cuarto, que iba con una amiga. Silvia me gustaba desde que me fui a vivir allí. Nunca llegué a decirle lo que sentía por ella, pero siempre pensé que era mutuo porque era muy simpática conmigo. Casi todos los domingos por la tarde bajaba a mi casa a tomarse un café y yo le prestaba un par de películas.
Tengo una colección enorme de dvds originales, y a ella le encantaba bajar y echar un vistazo a ver qué se podía llevar.

Llevaba días sin conectar la radio, pero ahora tenía la oportunidad de espiar a Silvia. No podía creer como no lo había pensado antes. Por fin podría saber lo que ella pensaba, y ahora que nos habíamos cruzado era muy probable que su amiga y ella hicieran algún comentario sobre mí.
Fui corriendo a mi cuarto, encendí la radio y giré la rueda hasta que conseguir conectar con su casa. Aunque minutos después deseé no haberlo hecho nunca porque escuché con todo detalle cómo se reía contándole que yo era el típico vecino pesado que iba detrás de ella, y que solo me seguía el rollo porque le dejaba películas y así se ahorraba el dinero del videoclub.

En aquel momento debí dejar de espiar las conversaciones, pero no podía evitar hacerlo y seguí escuchándolas día tras día. Y así fue como descubrí que los hijos del vecino del tercero se conectaban gratis a Internet utilizando mi conexión inalámbrica, que no había perdido la cazadora de Pepe que me costó tan cara, sino que me la robó del tendedero el novio de la vecina de abajo. Que los niños de la de enfrente se limpiaban los zapatos en mi felpudo cuando los traían llenos de barro para no ensuciar el suyo y que no les regañara su madre, o que todos pensaban que el gilipollas que había puesto la música tan alta hacía un par de semanas había sido yo, ya que fue lo que había dicho el vecino del primero, en la única reunión de vecinos a la que no he podido ir, a pesar de que había sido él el que tenía puesto a tope el bacalao.

Descubrir que todos los vecinos que me saludaban con una sonrisa al cruzarse conmigo en realidad se aprovechaban de mi, fue mucho más de lo que pude soportar. Pero no podía decirles que lo sabía todo porque escuchaba sus conversaciones en una emisora de la radio. Me habrían tomado por loco y habría sido peor. Así que dejé de conectar la radio, y dejé de saludarles yo a ellos. Ya no me hacía falta espiarles para saber que todos pensaban que era un seco y que me había vuelto un maleducado.

La situación en mi edificio se hizo insostenible, así que decidí poner la casa a la venta, y a la semana siguiente se la vendí a una sobrina de Consuelo, la portera, que estaba loca porque me fuera de allí y en cuanto vio el cartel se lo comentó a su sobrina, que buscaba piso en Madrid.
No recuero las veces que escuché a Consuelo hablar mal de mí a los vecinos, meterse donde no la llamaban o comentar con su marido las veces que yo entraba o salía de casa, que a saber en qué líos andaba metido, le decía, y seguía espiándome para pasar el tiempo. En realidad ella le hablaba mal a todos de todos, pero siempre por detrás.

Ahora, con la radio sobre mis rodillas, sentado en el salón de mi nueva casa, me pregunto qué debería hacer. Tener la posibilidad de escuchar las conversaciones de los demás sin ser descubierto puede parecer un privilegio, pero en mi caso ha resultado ser todo lo contrario. Así que decido que será mucho mejor deshacerme de ella, antes de que la ponga por curiosidad y entonces ya no pueda parar de espiar.

Bajo a la calle y justo cuando voy a echarla en el contenedor pienso que aún puedo hacer algo mejor con ella. Así que cojo el coche y voy a mi antiguo barrio, llamo al bajo y me abre la portera. Le doy la vieja radio y le hablo de sus poderes. Al principio parece reacia y no me cree, pero entonces le hago una demostración, mostrándole como le lee la lección la niña del tercero a su madre, y entonces ella se queda como hipnotizada por lo que le acabo de regalar.

Me da un millón de veces las gracias, incluso me acompaña hasta el portal. Cree que le he hecho un favor, que estaba equivocada conmigo, que le acabo de hacer el mejor regalo que cualquier portera podría haber recibido jamás. Lo que no sabe ella, todavía, es que en realidad eso solo va actuar en su contra. Por eso se lo he hecho llegar.