lunes, 15 de junio de 2009

En días como este

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Hoy, como ha llovido, los zapatos se me han manchado de barro, y llevo la parte de abajo de los pantalones mojada. Hace menos frío que otros días, pero el camino se me está haciendo más pesado por los charcos.

En días como este, lo mejor es el olor a tierra mojada.

A las nueve en punto paso frente a la puerta de Pedro, quien a pesar del mal tiempo me espera fuera.
Desde que murió mi mujer el otoño pasado, parece que la casa se me cae encima. Jubilado y sin ella a mi lado, sólo me alivian la soledad, las conversaciones con Pedro y los paseos que nos damos juntos cada mañana hasta la fuente de la mula.

Esa mañana él, además del palo largo que acostumbra a llevar en sus paseos, lleva una piedra grade en la mano. Dice que es por si aparecen los perros. Tres mastines que merodean por el cerro, y que hace unos días se encararon con el hijo de Damián y sus amigos. A saber qué les andarían haciendo, que ya se sabe que esos chicos siempre andan metiéndose en líos. Pero en cualquier caso me alegro que lleve la piedra, que nunca se sabe.

Nada más salir del pueblo nos cruzamos con Julia, la cartera. Al verla pienso que debe ser jueves ya, porque ella sólo viene al pueblo los lunes y los jueves, con su bicicleta de paseo gris, a entregarnos las cartas que vamos acumulando el resto de los días. Nos saluda con la mano ya desde lejos, y con esa enorme sonrisa que siempre le ilumina la cara y nos hace sonreír a los que nos cruzamos con ella también.

La madre de Julia fue maestra en la escuela del pueblo de al lado. Pedro y yo la conocemos bien, desde niños, cuando éramos nosotros los alumnos y la maestra su madre. Fuimos muy buenos amigos los tres, y ahora que nos hemos cruzado con su hija Julia, nos han venido a la memoria muchos recuerdos de entonces. Nos ha dado por recordar las tardes de verano en el río, o los días de invierno en los que nevaba tanto que era imposible llegar hasta la escuela y nos quedábamos en la calle jugando con imaginarios trineos fabricados con cartones.

Dentro de poco comenzará a nevar – comentó Pedro – el invierno está ya a la vuelta de la esquina. Más vale que arregle pronto el techo del cobertizo, o la nieve lo tumbará, que la madera está ya muy desgastada.

Ahora cuando volvamos al pueblo lo echamos un vistazo.

No me había dado tiempo casi ni a terminar la frase cuando Pedro resbaló con el barro y cayó al suelo. Enseguida fui a levantarle, pero estaba dolorido y no se quería mover. Se quejaba de un dolor fuerte en el tobillo, un esguince, quizá. A nuestra edad los tobillos son tan delicados que cualquier imprevisto puede ocasionarnos una lesión.
Pero a pesar de hallarse en el suelo, magullado, comprobé que no había soltado la piedra. Y sonreí, y le miré y al ver el gesto que le hice con los ojos en dirección a su mano, y comprender lo irónico de la situación, sonrió él también.

Cómo habría querido haber hecho caso a mis hijos y tener un móvil en este momento, para haber avisado a alguien del pueblo, y que hubiera podido subir a buscarnos con un coche. Y no es porque ellos no lo hayan intentado un montón de veces: que si ya estoy muy mayor… que si siempre ando de un lado para otro, y que casi les resulta imposible dar conmigo… y ahora mira, después de tanto gruñir les tengo que dar la razón.

Descansamos unos minutos más, hasta que se le alivió un poco el dolor, y le ayudé a incorporarse para poder volver al pueblo. Pero a penas podía apoyar el pie derecho en el suelo, así que me coloqué a su lado para que pudiera agarrase a mi brazo, sirviéndole de apoyo para que caminase mejor.

De repente le dije:
- Si vienen los perros ahora echamos a correr ¿eh?
Y nos entró la risa a los dos. Dos viejos que apenas podían mantenerse en pie, con tres piernas disponibles, en lugar de cuatro.
- Correríamos a la pata coja

Por suerte al rato apareció Julia de nuevo con su bicicleta. Ya había terminado de repartir las cartas y se iba al pueblo de al lado a continuar. Gracias a ella, pudimos avisar a un vecino que nos llevó al ambulatorio.



Tardamos casi un mes en poder volver a dar un paseo juntos, pero cada mañana, a las nueve en punto, yo iba a su casa a tomar un café con él, para poder seguir recordando anécdotas del pasado, o para comentar que un día de estos tendríamos que arreglar el techo del cobertizo de Pedro, no fuera a ser que la nieve lo tumbara, que la madera estaba ya muy desgastada.

jueves, 4 de junio de 2009

El dinosaurio de la selva Amazónica

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¿Qué por qué estoy dibujando un dinosaurio con gafas de sol? Me dice. Es que si no le pongo gafas no podría abrir los ojos el pobre con el solazo que hace, y tampoco es plan de que viviendo en la selva Amazónica no pueda disfrutar del paisaje.
Teresita me decía que mejor le pusiera lentillas, pero a mi me parece que las gafas le quedan más graciosas. Además, digo yo que si es mi dibujo podré pintarlo como quiera ¿no?

No sé por qué últimamente la profesora nos pide cada día que hagamos un dibujo de lo que hayamos hecho la tarde anterior. Ella no se cree que los míos reflejen realmente lo que he hecho yo, y por más que le juro que es verdad no sirve de nada. Hoy por ejemplo quería castigarme por mentiroso. Dice que es imposible que yo haya pasado la tarde del martes en la selva con un dinosaurio azul, si por la mañana estaba en el colegio en Madrid. Y la verdad es que tenía razón, no era azul el dinosaurio sino amarillo, pero he querido dar un toque creativo a mi dibujo.

Dice que va a llamar a mi madre para que vaya hablar con ella, pero no creo que quiera ir. Yo nunca he conseguido que se levante del sofá, ni siquiera aquel día que me caí de la silla de la cocina al intentar coger el bote de nocilla. Ese día me hice mucho daño en un pie, pero ella solo me gritaba desde el salón que me callara porque no la dejaba escuchar los anuncios de teletienda. Hasta que no vino papá por la noche no me llevaron al hospital para que me pusieran la escayola.

Yo al principio lo pasaba mal, pero un día mi amigo Fran me dijo que lo que tenía que hacer cuando estuviera triste era cerrar los ojos muy fuerte, y viajar con mi imaginación al sitio que yo quisiera. Desde entonces es lo que hago cada tarde al llegar a casa. Me siento en un rincón de mi habitación y me voy de viaje. No he vuelto a llorar y he hecho muchos amigos por todo el mundo. Y como estoy calladito no molesto a mi madre y no me grita, y puede quedarse tranquilamente en el sofá viendo la tele y bebiendo agua. Que debe ser que ver los anuncios da mucha sed, porque siempre tiene en la mano una botella de agua y se pone muy nerviosa cuando se le acaba.

He estado en África, en Asia, en América. He montado en globo y en submarino, y hasta una vez un oso polar dejó que me subiera a su lomo y me enseñó cómo era el polo norte.
A mis amigos del colegio les da envidia, porque ellos siempre tienen cosas que hacer y nos les da tiempo a ir de viaje. Sus padres son un rollo y les obligan a ir a clases de gimnasia o natación.

Creo que mañana viajaré a la India para subirme encima de un elefante. Aunque la profesora me ha dicho que mañana después del colegio va presentarme a unos señores muy simpáticos que van a hacerme unas preguntas. Dice que no me preocupe porque pronto me llevarán a otra casa y podré tener otra mamá que me atienda. Pero yo no quiero otra mamá que me obligue a ir a natación y no me deje viajar.

lunes, 1 de junio de 2009

¿Eso qué es? (microrelato)

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La niña de la aldea gallega observaba decepcionada a los dos hermanos madrileños, mientras mordía su bocadillo de pan con chocolate.
Llevaba toda la semana nerviosa porque iban a ir a su casa dos niños de la capital. Seguro que son muy listos, pensaba, tendré que estar a la altura.

Le había pedido a su madre que le acompañara a la biblioteca para coger dos libros de cuentos. Quería demostrarles lo bien que sabía leer. Durante la semana los leyó tantas veces que casi podía recitarlos de memoria.

Sin embargo aquella tarde en la que por fin llegaron, y después de que la madre les hubiera dado de merendar, se quedó atónita escuchando las preguntas tan tontas que le hacían a su abuelo. ¿Acaso los niños de la ciudad no sabían lo que era algo tan simple como un azadón?