miércoles, 4 de noviembre de 2009

La cita


Ayer por fin me decidí a quedar con Manuel. Me pasé la tarde entera en el trabajo mirando el reloj y me inventé una excusa para salir una hora antes, no fuera a ser que no me diera tiempo a arreglarme.
Estaba tan nerviosa que mientras calentaba la cera me preparé una tila. Llevaba tres meses chateando con él y me moría de ganas de conocerle. Tenía que causarle muy buena impresión, así que debía estar perfecta. Después de depilarme las piernas me duché y me embadurné de crema. No sé la de vestidos que llegué a probarme, pero todos tenían algún inconveniente, demasiado corto, demasiado largo, demasiado estrecho…

Lo peor fue el peinado. Llevaba tiempo sin ir a la peluquería y mi corte estaba ya bastante deteriorado. Al final opté por encender las planchas y alisarme todo el pelo. Quería haberme hecho algún tirabuzón, pero miré el reloj de la mesilla y solo quedaban treinta minutos para la hora a la que habíamos quedado.
Tenía que darme prisa porque llegar tarde en la primera cita causaría muy mala impresión, así que me maquillé rápidamente, me puse los zapatos, la boina roja que le dije a Manuel que llevaría para que me reconociese y cambié las cosas de bolso.

Justo antes de salir fui al baño para asegurarme de que había desenchufado las planchas y el aparato de la cera. Fui a la cocina y comprobé que el fuego en el que había calentado el agua para la tila estaba cerrado e incluso cerré la llave del gas. Eché un vistazo general por toda la casa y todo parecía en orden.

Iba a llamar al ascensor cuando pensé que sería mejor comprobar que todas las ventanas de la casa estaban cerradas. No tenía pinta de que fuera a llover, de hecho hacía bastante calor, pero nunca se sabe y no me costaba nada hacerlo.
Recorrí una a una todas las habitaciones y en todas, las ventanas estaban cerradas. La única que se hallaba entreabierta era la del baño, la había dejado así para que se fuera la humedad, la cerré y me dirigí de nuevo hacia la puerta para marcharme.

Fue entonces cuando me acordé de lo que le había pasado a la vecina del quinto el año anterior. Se le había estropeado un grifo del lavabo y se le había inundado el baño llenando de goteras el techo del baño del vecino del cuarto. Volví a dejar el bolso en el suelo de la entrada y fui a revisar el estado de los grifos. Todos estaban cerrados, incluso el del bidé. No había usado el bidé en todo el día, pero lo miré de todas formas. Estaba tan cerrado como los demás, como lo estaban también los de la cocina. Pero para quedarme tranquila del todo decidí cerrar la llave del agua, así no habría ninguna posibilidad de inundación.

Miré de nuevo el reloj y eran menos cinco. ¿Ya había comprobado que los aparatos eléctricos estaban desenchufados? Llegaría tarde seguro, pero no podía marcharme sin supervisarlo.

Cuando por fin subí al taxi eran y diez, tardísimo, pero de repente caí ¡la ducha! Seguro que estaba goteando. Pensé en lo frecuentemente que se estropean esos aparatos y en que seguro que esta vez le había tocado al mío. Me lo imaginaba goteando sin descanso, casi hasta podía oír el sonido de las gotas al caer, una cada segundo aproximadamente. Bah, pero seguro que lo había comprobado antes de salir y estaba bien.

El semáforo se puso en verde y el taxista aceleró. Mierda no, seguro que se había estropeado y era verdad que no me había dado cuenta.

—Dé la vuelta por favor —le grité— tengo que volver a casa, es solo un segundo, cierro un grifo que he dejado olvidado y vuelvo a bajar.

Al taxista no pareció hacerle gracia pero retrocedió, paró en el portal y puso las luces de emergencia para esperarme allí.

Abrí la puerta y esta vez, sin ni siquiera quitarme el bolso, corrí al baño para cerrar el grifo, pero ya estaba cerrado. Para quedarme tranquila se me ocurrió cerrar la llave de paso, pero me di cuenta de que debí haberlo pensado antes de salir la primera vez, porque ya lo había hecho.
Aproveché, ya que había vuelto a casa, para echar otro vistazo a los fuegos de la cocina. No habría hecho falta, todo estaba en orden.

Recordé la cita con Manuel y lo tarde que se había hecho, así que cerré la puerta con llave y al mirarme en el espejo del ascensor, mientras bajaba, caí en la cuenta de que seguramente lo que no habría desconectado habrían sido las planchas del pelo.
Claro, era eso, como no estoy acostumbrada a usarlas, seguramente las habría dejado enchufadas. Paré el ascensor y volví a pulsar mi piso. Pero al llegar, abrir, entrar en el cuarto y cogerlas noté que llevaban tanto tiempo apagadas que estaban ya frías. No había duda de que tenía todos los aparatos desconectados, todos los grifos cerrados y todos los fuegos apagados.

Bajé de nuevo al taxi y cuando éste me dejó en la puerta de la cafetería eran ya menos veinte. Cuarenta minutos tarde, seguro que Manuel ya se habría ido. Entré de todas formas con la esperanza de que aún siguiera allí. Había bastante gente, pero el local era pequeño y pude mirar uno a uno a todos los chicos, tratando de encontrar alguno de ellos con un chaleco azul. Nada. Por si acaso él también se había retrasado me senté en la barra y pedí una cerveza. Pero me la terminé pasada media hora y no había ni rastro.
Estaba claro que se habría marchado antes de que yo llegara, me estaba bien empleado por tardona, pero no podía evitar sentirme mal. Pagué la cerveza y salí para volver a casa. Una vez en la calle y como ya no tenía prisa decidí andar hasta la estación de metro. Oí una voz, alguien gritaba. Seguí caminando sin mirar hasta que escuché mi nombre. Al otro lado de la calle un chico alto me hacía señas con la mano.

—¿María eres tú? Estaba esperando a que salieras, llevo más de una hora aquí plantado, ven.

No podía creerlo, era Manuel, no había duda porque llevaba puesto el chaleco y me llamaba por mi nombre, pero yo estaba un poco desconcertada porque no entendía por qué motivo no había entrado en la cafetería. Esperé a que el semáforo se pusiera en verde y crucé.

—Eres María ¿verdad?
—Sí claro, pensé que ya te habrías marchado, ¿por qué estás aquí en la calle, por qué no has entrado?

Él dudó un momento, noté que se ponía nervioso, pero como vio mi cara de sorpresa al final me dijo:

—No te lo vas a creer, ha sido un fallo no haberme asegurado antes, siempre tengo muy en cuenta este tipo de cosas…
—¿Qué cosas, a qué te refieres?
—Bueno, resulta que tengo una manía, solo una, pero no lo puedo evitar. No puedo caminar por aceras de números impares y la cafetería se encuentra en el número 53. He intentado hacerlo, créeme, pero es superior a mis fuerzas, así que he decidido esperar aquí fuera a que salieras.

De repente me acordé y casi se me para el corazón. Cómo era posible que fuera tan despistada, no podía ser.

—Lo siento Manuel, tengo que irme —ahora era él el que parecía desconcertado.
—¿Y ahora qué pasa, por qué te vas?
—No te lo vas a creer, pero me he dejado la cera enchufada —eché a correr.
—¿La cera?
—La de las piernas, si no desenchufo el aparato se va a incendiar. De todas formas ha sido un placer, nos veremos otro día, hasta luego.

Pensé que seguramente ya no me oiría porque yo ya estaba lejos. Había sido la cita más corta que había tenido en mi vida, pero no me importó demasiado, en realidad, el chico parecía muy maniático y ¿quién quiere aguantar a un maniático?
Pensé que sería mucho mejor volver rápido a casa y apagar la cera, ¿la cera o las planchas? Daba igual, solo sabía que tenía que llegar rápido, que seguro que me he olvidado algo.

1 comentarios:

Ana dijo...

Evilla, me gusta el ritmo de este relato y la sensación de agobio que se contagia al lector con las manías de tu prota. Seguimos aprendiendo. Juntas. Mola ;-)

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