miércoles, 4 de noviembre de 2009

La cita

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Ayer por fin me decidí a quedar con Manuel. Me pasé la tarde entera en el trabajo mirando el reloj y me inventé una excusa para salir una hora antes, no fuera a ser que no me diera tiempo a arreglarme.
Estaba tan nerviosa que mientras calentaba la cera me preparé una tila. Llevaba tres meses chateando con él y me moría de ganas de conocerle. Tenía que causarle muy buena impresión, así que debía estar perfecta. Después de depilarme las piernas me duché y me embadurné de crema. No sé la de vestidos que llegué a probarme, pero todos tenían algún inconveniente, demasiado corto, demasiado largo, demasiado estrecho…

Lo peor fue el peinado. Llevaba tiempo sin ir a la peluquería y mi corte estaba ya bastante deteriorado. Al final opté por encender las planchas y alisarme todo el pelo. Quería haberme hecho algún tirabuzón, pero miré el reloj de la mesilla y solo quedaban treinta minutos para la hora a la que habíamos quedado.
Tenía que darme prisa porque llegar tarde en la primera cita causaría muy mala impresión, así que me maquillé rápidamente, me puse los zapatos, la boina roja que le dije a Manuel que llevaría para que me reconociese y cambié las cosas de bolso.

Justo antes de salir fui al baño para asegurarme de que había desenchufado las planchas y el aparato de la cera. Fui a la cocina y comprobé que el fuego en el que había calentado el agua para la tila estaba cerrado e incluso cerré la llave del gas. Eché un vistazo general por toda la casa y todo parecía en orden.

Iba a llamar al ascensor cuando pensé que sería mejor comprobar que todas las ventanas de la casa estaban cerradas. No tenía pinta de que fuera a llover, de hecho hacía bastante calor, pero nunca se sabe y no me costaba nada hacerlo.
Recorrí una a una todas las habitaciones y en todas, las ventanas estaban cerradas. La única que se hallaba entreabierta era la del baño, la había dejado así para que se fuera la humedad, la cerré y me dirigí de nuevo hacia la puerta para marcharme.

Fue entonces cuando me acordé de lo que le había pasado a la vecina del quinto el año anterior. Se le había estropeado un grifo del lavabo y se le había inundado el baño llenando de goteras el techo del baño del vecino del cuarto. Volví a dejar el bolso en el suelo de la entrada y fui a revisar el estado de los grifos. Todos estaban cerrados, incluso el del bidé. No había usado el bidé en todo el día, pero lo miré de todas formas. Estaba tan cerrado como los demás, como lo estaban también los de la cocina. Pero para quedarme tranquila del todo decidí cerrar la llave del agua, así no habría ninguna posibilidad de inundación.

Miré de nuevo el reloj y eran menos cinco. ¿Ya había comprobado que los aparatos eléctricos estaban desenchufados? Llegaría tarde seguro, pero no podía marcharme sin supervisarlo.

Cuando por fin subí al taxi eran y diez, tardísimo, pero de repente caí ¡la ducha! Seguro que estaba goteando. Pensé en lo frecuentemente que se estropean esos aparatos y en que seguro que esta vez le había tocado al mío. Me lo imaginaba goteando sin descanso, casi hasta podía oír el sonido de las gotas al caer, una cada segundo aproximadamente. Bah, pero seguro que lo había comprobado antes de salir y estaba bien.

El semáforo se puso en verde y el taxista aceleró. Mierda no, seguro que se había estropeado y era verdad que no me había dado cuenta.

—Dé la vuelta por favor —le grité— tengo que volver a casa, es solo un segundo, cierro un grifo que he dejado olvidado y vuelvo a bajar.

Al taxista no pareció hacerle gracia pero retrocedió, paró en el portal y puso las luces de emergencia para esperarme allí.

Abrí la puerta y esta vez, sin ni siquiera quitarme el bolso, corrí al baño para cerrar el grifo, pero ya estaba cerrado. Para quedarme tranquila se me ocurrió cerrar la llave de paso, pero me di cuenta de que debí haberlo pensado antes de salir la primera vez, porque ya lo había hecho.
Aproveché, ya que había vuelto a casa, para echar otro vistazo a los fuegos de la cocina. No habría hecho falta, todo estaba en orden.

Recordé la cita con Manuel y lo tarde que se había hecho, así que cerré la puerta con llave y al mirarme en el espejo del ascensor, mientras bajaba, caí en la cuenta de que seguramente lo que no habría desconectado habrían sido las planchas del pelo.
Claro, era eso, como no estoy acostumbrada a usarlas, seguramente las habría dejado enchufadas. Paré el ascensor y volví a pulsar mi piso. Pero al llegar, abrir, entrar en el cuarto y cogerlas noté que llevaban tanto tiempo apagadas que estaban ya frías. No había duda de que tenía todos los aparatos desconectados, todos los grifos cerrados y todos los fuegos apagados.

Bajé de nuevo al taxi y cuando éste me dejó en la puerta de la cafetería eran ya menos veinte. Cuarenta minutos tarde, seguro que Manuel ya se habría ido. Entré de todas formas con la esperanza de que aún siguiera allí. Había bastante gente, pero el local era pequeño y pude mirar uno a uno a todos los chicos, tratando de encontrar alguno de ellos con un chaleco azul. Nada. Por si acaso él también se había retrasado me senté en la barra y pedí una cerveza. Pero me la terminé pasada media hora y no había ni rastro.
Estaba claro que se habría marchado antes de que yo llegara, me estaba bien empleado por tardona, pero no podía evitar sentirme mal. Pagué la cerveza y salí para volver a casa. Una vez en la calle y como ya no tenía prisa decidí andar hasta la estación de metro. Oí una voz, alguien gritaba. Seguí caminando sin mirar hasta que escuché mi nombre. Al otro lado de la calle un chico alto me hacía señas con la mano.

—¿María eres tú? Estaba esperando a que salieras, llevo más de una hora aquí plantado, ven.

No podía creerlo, era Manuel, no había duda porque llevaba puesto el chaleco y me llamaba por mi nombre, pero yo estaba un poco desconcertada porque no entendía por qué motivo no había entrado en la cafetería. Esperé a que el semáforo se pusiera en verde y crucé.

—Eres María ¿verdad?
—Sí claro, pensé que ya te habrías marchado, ¿por qué estás aquí en la calle, por qué no has entrado?

Él dudó un momento, noté que se ponía nervioso, pero como vio mi cara de sorpresa al final me dijo:

—No te lo vas a creer, ha sido un fallo no haberme asegurado antes, siempre tengo muy en cuenta este tipo de cosas…
—¿Qué cosas, a qué te refieres?
—Bueno, resulta que tengo una manía, solo una, pero no lo puedo evitar. No puedo caminar por aceras de números impares y la cafetería se encuentra en el número 53. He intentado hacerlo, créeme, pero es superior a mis fuerzas, así que he decidido esperar aquí fuera a que salieras.

De repente me acordé y casi se me para el corazón. Cómo era posible que fuera tan despistada, no podía ser.

—Lo siento Manuel, tengo que irme —ahora era él el que parecía desconcertado.
—¿Y ahora qué pasa, por qué te vas?
—No te lo vas a creer, pero me he dejado la cera enchufada —eché a correr.
—¿La cera?
—La de las piernas, si no desenchufo el aparato se va a incendiar. De todas formas ha sido un placer, nos veremos otro día, hasta luego.

Pensé que seguramente ya no me oiría porque yo ya estaba lejos. Había sido la cita más corta que había tenido en mi vida, pero no me importó demasiado, en realidad, el chico parecía muy maniático y ¿quién quiere aguantar a un maniático?
Pensé que sería mucho mejor volver rápido a casa y apagar la cera, ¿la cera o las planchas? Daba igual, solo sabía que tenía que llegar rápido, que seguro que me he olvidado algo.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Mi primer viaje en avión

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Anoche le conté a Marina por qué llevo tanto tiempo sin montar en avión. La única vez que lo hice tenía doce años. Era mi cumpleaños y era sábado, no lo olvidaré jamás.
Mis padres habían decidido regalarme un fin de semana en Eurodisney, así que me despertaron temprano para que me vistiera corriendo, no fuera a ser que perdiéramos el avión.
Avión, qué bien me sonaba esa palabra entonces. Recuerdo que me puse tan contento porque iba a ser la primera vez que montaba en uno de ellos. Apenas desayuné, solo quería que nos marchásemos enseguida.

La espera en la sala de embarque se me hizo eterna. Estaban solucionando un problema de logística, algo sin importancia, nos dijeron, y habían previsto que despegaríamos con una hora de retraso, así que mi padre fue al quiosco a comprar el periódico y un tebeo de Mortadelo para mí.

— Mira Luisa —le dijo a mi madre— por fin van a dar subvenciones a las empresas para contratar a minusválidos. Igual mi hermano tiene suerte y le contratan por fin.
— Es verdad, qué bien. Ojalá todos tengan una oportunidad.

Poco después anunciaron por los altavoces que nuestro avión estaba a punto de despegar. Mi padre y yo nos sentamos en la fila que había delante de la de mi madre. Él dejó que me pusiera en la ventana. Recuerdo que durante el despegue le agarré con fuerza la mano y cerré los ojos, pero una vez que estuvimos arriba desapareció el miedo.

El comandante nos dijo que tardaríamos dos horas en llegar, pero al poco rato yo ya estaba cansado de mirar por la ventana. Ojeaba el tebeo, miraba al infinito, pero ya estaba harto de estar sentado y me quería levantar. Le dije a mi padre que tenía ganas de ir al baño para que me dejara ponerme de pie. Había cola pero no me importó, en realidad no tenía prisa, solo quería inspeccionar.

Una vez dentro escuché el ladrido de un perro. Pensé que debía haber escuchado mal porque imaginaba que en los aviones no permitirían meter animales, al menos no junto con los pasajeros. Pero entonces volví a escucharlo. Al salir le pregunté por curiosidad a una de las azafatas. Me dijo que estaba prohibido, que los únicos animales que había en ese avión eran los dos perros guías del piloto y su ayudante. Me sonrió y se marchó.

“Perros guías —pensé— no podía ser”. Fui corriendo a mi asiento para preguntarle a mi padre qué eran los perros guías, pero su respuesta no me tranquilizó, me dijo exactamente lo que yo ya sabía. Pero entonces no era posible que fueran del piloto y su ayudante. Me eché a temblar.

— ¿Crees que me dejarían entrar a ver la cabina? —Le pregunté a mi padre— Me gustaría mucho ver cómo es la cabina de un avión de verdad.

Él, que supuso que yo estaba asustado porque me daba miedo volar, pensó que si me permitiesen verla y hablar con los pilotos me tranquilizaría, así que le preguntó a la azafata. La misma azafata que me había sonreído tan tranquila después de explicarme lo de los perros. Esta vez dudó un momento, puso cara de sorprendida y nos dijo que lo tenía que consultar. Pocos minutos después vino a recogerme.

— Dicen que les da igual, esto es de locos — gruñó, y me agarró de la mano para llevarme hasta allí.

Era una sala muy pequeña llena de relojes. Dos asientos me daban la espalda y junto a ellos dos perros que ni se inmutaron cuando entré. La azafata cerró la puerta dejándome dentro y uno de los pilotos se giró para saludarme.

— ¿Qué tal chaval? Nunca habías entrado en una cabina como esta ¿verdad?

Yo estaba muy asustado, había podido verle los ojos y no había duda de que era ciego, como su compañero, que se dio la vuelta para sonreírme. Sus ojos estaban como vacíos, no tenían expresión y aunque miraban hacia la dirección en la que yo me encontraba, parecían atravesarme.
— ¿Sois ciegos?
— No te asustes, en realidad estos bichos se pilotan solos.

Me explicaron que hoy en día los aviones se manejaban por ordenador, que casi todo el trabajo se hacía desde tierra y que, en realidad, los pilotos solo estaban allí por si había alguna emergencia, en cuyo caso ellos estarían tan preparados para actuar como cualquier otro.
Muy al contrario de lo que podía pensar la gente, dijeron, la vista tiene poca importancia a la hora de pilotar. Fue increíble estar allí con ellos, me dejaron ver todo lo que quise, e incluso me explicaron para qué servían algunos de aquellos relojes. Les di las gracias por haberme dejado entrar y volví a toda prisa a mi asiento para contarle a mis padres lo que acababa de ver.

Estaba tan nervioso que casi no podía hablar. Al principio mi padre no me creyó, pero yo le juraba una y otra vez que era cierto. Mi madre se levantó de su asiento y se dirigió hacia la cabina para comprobarlo con sus propios ojos.
El resto de pasajeros estaban desconcertados, sabían que algo ocurría, pero no tenían ni idea de qué podía ser, hasta que mi madre se puso a dar gritos desde la parte delantera.

Cuando todos fueron conscientes de que estábamos en manos de dos pilotos ciegos el pánico se adueñó del avión. De nada sirvieron las explicaciones de la tripulación, o las que intentaba dar yo mismo a los que tenía más cerca. Se trataba de un convenio con la ONCE, querían fomentar la inserción de los disminuidos físicos en el mercado laboral. Esos dos señores, según nos contaron, estaban perfectamente capacitados para pilotar el avión, que por otra parte, había sido habilitado para que eso fuera posible. Al fin y al cabo estas máquinas funcionan prácticamente solas, decían, pero nada les convencía.

Algunas señoras se pusieron a rezar en voz alta, un señor exigía que le dejaran pilotarlo a él, alegando que era camionero y no tenía que ser mucho más difícil que conducir su camión. Un chico de unos quince años decía que él se pasaba el día jugando a videojuegos de aviones, y que seguramente sería el más apropiado para hacerlo. Todos tenían algo que decir, que hacer, algo por lo que protestar.

Yo estaba muerto de miedo en mi asiento al ver el follón que se había montado en un momento. No me ayudaba nada oír a mi padre dando voces fuera de si.

– ¡Están locos! ¿Cómo es posible que dejen pilotar a dos ciegos? –Gritaba mientras agitaba los brazos al aire.
–Papá. Tú dijiste que había que dar una oportunidad… –apenas conseguí que me saliese la voz.

La azafata me miraba con cara de mala leche, echándome la culpa por haber provocado esa situación, pero yo estaba tan asustado que solo quería que todo terminase de una vez.

Tres pasajeros consiguieron acceder a la cabina y obligaron a los pobres pilotos a tomar tierra en el aeropuerto más cercano.

Nunca llegamos a París, el avión aterrizó por fin en el aeropuerto de San Sebastián. Allí nos esperaban la policía y un montón de periodistas, porque otro de los pasajeros se había puesto en contacto con ellos por el móvil para denunciar la situación.

Pasaron varios meses hasta que se olvidó el asunto del avión. La intención había sido buena, pero como no interesaba que se siguiera dando mala imagen a la compañía al final optaron por indemnizar a todos los pasajeros.
Nunca más un invidente ha vuelto a pilotar un avión comercial, a pesar de todo el mundo sabe que ya todo funciona por ordenador y que ellos pueden llegar a ser tan capaces como cualquier otro.

Por supuesto aquel fin de semana volvimos en tren a casa. No teníamos ningunas ganas de volar otra vez. De hecho, yo me quedé tan traumatizado con aquello que nunca más he vuelto a hacerlo.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Premio Planeta

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Conocí a Raquel del Valle cuando tenía quince años. Siempre fue como ahora, entusiasta, soñadora y valiente. Muy valiente, eso fue lo que más me llamó la atención de ella cuando la conocí.
Coincidimos en clase en 2º de B.U.P. y desde entonces hemos sido inseparables. Juntas hemos podido con todo.

Superamos la muerte de su perro Scottex, mi operación de apendicitis, su esguince de codo, todos nuestros desengaños amorosos… Siempre me acompañaba a mis exámenes prácticos de conducir y me invitaba al cine en cuanto acababa, para hacer más llevaderos mis suspensos. Mis seis suspensos.

En fin, lo compartimos todo. Los momentos malos pero también los buenos. Por eso el jueves pasado no podía ser menos y allí estábamos las dos, a las siete en punto, en el cóctel de la antesala de la ceremonia del Premio Planeta 2009.

Raquel lleva años escribiendo, ya lo hacía cuando yo la conocí. Su especialidad son los microrelatos, de hecho, hasta el año pasado nunca se había atrevido a escribir nada que ocupase más de dos o tres páginas. Siempre bromeábamos con que el día menos pensado ganaría un premio muy importante.
Una noche entre copas de vino y mojitos la piqué para que escribiera algo largo y lo que en principio comenzó como una broma se convirtió en una novela de más de doscientas páginas.

Así que allí estábamos las dos, tan ilusionadas como un niño al descubrir el salón lleno de regalos el día de Reyes. A nuestro alrededor todo era gente elegante sonriendo y saludándose entre sí.
No podíamos creer que estuviéramos compartiendo canapés con tantos escritores a los que admirábamos. Por supuesto ellos nos ignoraban, pero a nosotras eso nos daba igual, ahí estábamos, vestidas de princesas, como había dicho Raquel al subir al taxi, y solo queríamos disfrutar.

Raquel me contó cómo funcionaban estos premios. Me dijo que el jurado lo formaban siete escritores españoles ya consagrados. “Pero yo creo que se sabe quién va a ser el ganador casi antes de que comience a escribir la novela” decía. En fin, ella estaba segura de que solo estábamos allí, no porque se hubiera presentado, que eso podía hacerlo cualquiera que cumpliera los requisitos, sino porque su amigo Fran, que trabaja en la agencia que organizaba el evento, le había conseguido dos pases.
Sabía que no optaba al premio, eso era evidente, estábamos ahí solo para poder vivir la experiencia, y desde luego no íbamos a desaprovechar la ocasión.

La sala en la que se iba a entregar el premio era enorme y diáfana. La cercanía al escenario dependía de la experiencia y los premios que había conseguido el escritor. Por lo tanto nosotras nos sentamos casi al final, precedidas por una hermosa columna que nos impedía ver todo el escenario de una sola vez.

—Mira el tercer asiento por la derecha, en la tercera fila, Mila Cuenca, es la favorita. Ella y Gustavo Esteban, que ahora no le localizo, pero debe andar por esa zona.

Me encantaba ver a Raquel tan contenta.

—Tengo que ir al baño —le dije— voy a aprovechar ahora, antes de que empiece y me pierda el momento en el que te nombran ganadora.

Las dos nos reímos y yo salí de nuevo al vestíbulo. Apenas quedaba gente por los pasillos, la gala estaba a punto de comenzar, y solo me crucé con algún invitado despistado que corría al salón. Ni rastro de los aseos. Bajé unas escaleras que tenía próximas con la intención de dar por fin con el dichoso baño, porque aunque suponía que este tipo de eventos comenzarían con retraso, no quería perderme ni un segundo de lo que ocurría allí.

Me pareció oír un ruido detrás de una de las puertas y supuse que si bien no daba con el baño, encontraría a alguien a quien poder preguntar por él. Nada. Era una pequeña habitación con productos de limpieza que aparentemente estaba vacía. Pero entonces volví a escuchar algo, como un susurro, me asomé detrás de un armario que dividía la habitación en dos partes, y vi la escena más bochornosa con la me he encontrado en toda mi vida. Dos señores en una actitud muy comprometedora. Uno de ellos se encontraba de pie con los pantalones bajados y tapaba la boca del que se hallaba de rodillas delante de él. No habría reconocido al que estaba en el suelo, si no hubiera sido porque unos minutos antes Raquel me había contado que se trataba de uno de los miembros del jurado. Por lo visto había escrito infinidad de novelas, y aunque a mí ni siquiera me sonaba su nombre, Raquel decía que era uno de sus escritores favoritos. Aunque la mayor sorpresa me la llevé al advertir que el que se hallaba de pie, pegado a mí, intentando taparse la cara en un gesto desesperado, era el Ministro de Cultura. Ese señor tan correcto, del opus, que salía tantas veces en la tele con cara de no haber roto un plato en su vida, casado y con tres hijos.

La escena debió durar dos o tres segundos, el tiempo justo que tardé en mirar a ambos, pedir disculpas y salir a toda prisa, aunque a mí me parecieron horas.

Subí los peldaños de las escaleras de tres en tres, solo quería salir de allí y olvidar lo que acababa de ocurrir, cuando de repente me paré en seco. Sin pensarlo escribí una nota en mi libreta, arranqué la hoja, volví a entrar a toda velocidad en el cuarto, hice una foto con el móvil lo más rápido que pude, les tiré la nota y esta vez sí salí corriendo y no me detuve hasta llegar a mi asiento.

Raquel me dijo que iban con retraso y que no me había perdido nada interesante.
—Desde luego que no —pensé yo.

Por fin, unos quince minutos después salieron los miembros del jurado. Vi cómo el Ministro se sentaba en uno de los palcos principales rodeado de guardaespaldas y me pregunté cómo había sido capaz de quitárselos de encima solo unos minutos antes.

Tardaron casi una hora más en dar el nombre del ganador. Una introducción sobre la historia del concurso, las charlas de los dos últimos galardonados y por fin el momento estrella. Se hizo el silencio. Una chica muy guapa salió por uno de los lados del escenario y entregó un sobre cerrado a uno de los miembros del jurado que estaba de pie a un lado. Éste lo abrió y miró el contenido. Aunque trató de disimularlo no pudo ocultar su sorpresa, antes de leer lo que ponía se giró disimuladamente hacia el resto de miembros del jurado, que le miraban sin saber muy bien a qué se debía tanta expectación.

Todos le miraron excepto uno que alzaba los ojos hacia los del Ministro, que le devolvía la misma mirada seria y preocupada, mientras subía ligeramente los hombros dándole a entender que no tenía otra opción.

—Y el premio Planeta 2009 es para la novela: Escarabajos rotos, de Raquel del Valle.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Zapatillas nuevas

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La profesora levantó la vista para decidir quién saldría a la pizarra a corregir el último ejercicio.
—Bien Luis sal tú y sorpréndenos para variar.

Él, que hasta ese momento había permanecido ajeno a lo que ocurría en la clase, se sobresaltó, y justo cuando iba a levantarse sonó el timbre del recreo.
—Salvado por la campana, pero no te confíes, mañana a primera hora serás tú quien salga a corregirlo.

El chico, que no había dejado de mirar el reloj durante toda la clase, corrió hacia la puerta para subir cuanto antes al patio y poder jugar por fin la final contra los de 6º B. Hoy estrenaba zapatillas y estaba deseando demostrar lo que era capaz de hacer con ellas. Su madre siempre se empeñaba en comprarle el calzado dos tallas más grandes para que le sirviesen durante más tiempo y había tenido que atarse los cordones con mucha fuerza para poder andar bien.

No sirvió de nada. Diez minutos más tarde, en un tiro a puerta, la zapatilla de Luis salió disparada y para su sorpresa, sobrepasó la alambrada de encima de la valla y cayó en la calle.
Otro niño salió a sustituir a Luis al campo, y éste, aprovechando que los cuidadores estaban de espaldas a él, subió la valla para ver qué había ocurrido.

—Mira Javi, ahí está —le dijo al único compañero que no estaba pendiente del partido.
—Yo no puedo subir ahí para verlo —contestó el otro desde abajo.
—Deja el bocadillo y dame la mano, que te ayudo a subir.

No le resultó nada fácil tirar de su amigo, que pesaba más del doble que él, pero al final consiguió que alcanzase la altura suficiente como para ver su zapatilla tirada a un lado de la acera.

Los dos permanecieron callados, observándola, pensando cómo podrían recuperarla, hasta que vieron acercarse a un chico que paseaba con su perro.

—Oye tú, ¡aquí arriba! —Luis, nervioso, sacaba el brazo por la verja para intentar llamar su atención— ¿Qué pasa, es que no oyes? ¡Arriba, en el patio!

Entonces el chico se quitó los cascos que llevaba puestos y les miró desafiante al tiempo que su perro les ladraba desde abajo.

—Tírame la zapatilla, ¡ahí, ahí! Al lado del contenedor.

El chico se giró y sonrió al ver la zapatilla tirada en la acera. El perro corrió hacia ella y comenzó a mordisquearla.

—¡Quieto Tor! —le gritó, mientras se la quitaba de la boca.
—Tíranosla, tíranosla —gritaba Luis impaciente.

Pero el chico se giró hacia el contenedor que había justo al lado y dijo:
—A mi me han enseñado que hay que reciclar.

Y mientras se reía metió la zapatilla en él, y sin ni siquiera mirarles volvió a ponerse los cascos y se marchó.

—¡Las zapatillas no se reciclan en el contenedor de vidrio, idiota! —gritó Javi desde arriba, y volviéndose hacia su amigo le dijo— ¿Has visto lo que acaba de hacer ese gilipollas?
—Yo no puedo volver a casa sin mi zapatilla, Javi, me la voy a cargar que es nueva. Mi madre me mata.

Sonó el timbre de las once y media y los niños corrieron a ponerse en las filas de sus clases para volver a entrar.
Luis se acercó a la profesora de matemáticas para pedirle permiso y poder salir a recuperar su zapatilla.

—Ya estás haciendo el tonto otra vez, ahora no puedes salir a la calle que tienes clase, ya la recogerás a la salida —le dijo y sin darle tiempo a decir nada se dio la vuelta y se marchó.

—Bueno Luis —le tranquilizó Javi— por lo menos sabemos que está ahí metida, a la salida vamos a por ella.

A Luis aquel plan no le convenció del todo, pero no tenía otra opción.
Se le hicieron las dos horas y media más largas de toda su vida, y en cuanto dieron las dos en punto salieron corriendo hacia el contenedor. Sin embargo era demasiado tarde. El vidrio ya estaba en el camión y el conductor había arrancado para llevárselo.
Los dos salieron corriendo tras él, gritando y haciendo gestos para que parase. El conductor al verles se detuvo y sacó la cabeza por la ventanilla.

—¿Qué es lo que pasa? Hombre Javi, si eres tú.
—¿Le conoces? —preguntó Luis a su amigo.
—Es Germán, mi vecino del primero —le dijo, y luego se acercó a la ventanilla para hablar con él— pues es que hoy se jugaba la final contra 6º B y Luis estrenaba zapatillas nuevas y…
—Mi zapatilla estaba dentro del contenedor y tengo que recuperarla —interrumpió Luis al ver que la explicación de su amigo iba a llevar demasiado tiempo.
—¿Y cómo ha llegado tu zapatilla al contenedor? Bueno, es igual, el caso es que yo no puedo buscarla aquí, y menos ahora, que voy con retraso y tengo que llevar el camión a la planta para que se lo lleve mi compañero.
—Pero es que era nueva, y si vuelvo a casa sin ella mi madre me va a matar.

Germán, al ver que los ojos del niño se volvían vidriosos por la desesperación, les propuso llevarles con él a la planta de reciclaje para recuperarla, y después les traería de vuelta al barrio.
Los dos niños llamaron a sus madres desde el móvil de Germán, y les contaron que iban a comer a la casa del otro, para que no se preocuparan.

La planta de reciclaje estaba a unos kilómetros de la capital. Al llegar, Germán se bajó del camión y se acercó a la garita del vigilante. Éste miró a los dos niños con desconfianza, pero finalmente asintió y los tres pudieron acceder al recinto.

—Esperad aquí a un lado mientras mi compañero y yo vaciamos el camión. Después buscaremos la zapatilla.

Los niños se sentaron en un bordillo. Luis sacó una manzana de su mochila y se la ofreció a Javier, suponiendo que estaría hambriento. Tenía que habérsela comido en el recreo, pero estaba tan pendiente del partido que se le había pasado y ahora, la tensión que tenía por no haber recuperado aún su zapatilla, le había cerrado el estómago.

—Gracias tío, me muero de hambre.

Junto a ellos había tres montones enormes a los que miraban alucinados. Quién les iba a haber dicho solo unas horas antes que tendrían la oportunidad de estar en una planta de reciclaje. La única planta de reciclaje de vidrio que había en todo Madrid.
En uno de los montones el vidrio era blanco, y estaba tan triturado, que si no hubiera sido porque sabían donde se encontraban, habrían pensado que se trataba de una montaña de sal. Al lado había otro similar pero de color verde, y un poco más a la derecha se encontraba el tercero aún sin depurar, con los trozos más grandes.
Enfrente una enorme nave que contenía toda la maquinaria necesaria para seleccionarlo, separarlo por colores y tratarlo según conviniese. Todo eso se lo explicó Germán durante las dos horas siguientes. El funcionamiento de toda la planta, incluso les enseñó algunas salas, y es que no contaban con que estarían allí más de lo previsto.

—Tenemos un problemilla chicos —les dijo Germán— hemos encontrado una pistola entre los cristales y hemos tenido que avisar a la guardia civil.
—¿Una pistola de verdad? —Javi no podía estar más excitado— ¿Cómo las de las pelis?
—Me temo que sí, y ahora tenemos que esperar a que los guardias la confisquen y nos den permiso para coger la zapatilla.

Por lo visto aquello no era algo ocasional. Como les contó era bastante habitual encontrar objetos que nada tenían que ver con lo que la gente debería echar en esos contenedores. Muchos de ellos eran objetos macabros o peligrosos, como navajas, alguna que otra urna con cenizas de difunto, e incluso en una ocasión encontraron una catana de más de un metro.
En esos casos el protocolo les obligaba a avisar a la guardia civil, por eso Germán no parecía tan desconcertado como lo estaban los dos amigos.

Un par de horas después les acercaba a sus casas, y esta vez los dos niños iban perfectamente calzados.
Cuando la madre de Luis le abrió la puerta eran cerca de las seis.

—¿Qué tal campeón, cómo ha ido el partido? Seguro que tus zapatillas han sido las protagonistas.

—Sí, bueno, las zapatillas han sido las protagonistas durante todo el día, pero ahora estoy hambriento, ¿qué hay de merendar?

lunes, 15 de junio de 2009

En días como este

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Hoy, como ha llovido, los zapatos se me han manchado de barro, y llevo la parte de abajo de los pantalones mojada. Hace menos frío que otros días, pero el camino se me está haciendo más pesado por los charcos.

En días como este, lo mejor es el olor a tierra mojada.

A las nueve en punto paso frente a la puerta de Pedro, quien a pesar del mal tiempo me espera fuera.
Desde que murió mi mujer el otoño pasado, parece que la casa se me cae encima. Jubilado y sin ella a mi lado, sólo me alivian la soledad, las conversaciones con Pedro y los paseos que nos damos juntos cada mañana hasta la fuente de la mula.

Esa mañana él, además del palo largo que acostumbra a llevar en sus paseos, lleva una piedra grade en la mano. Dice que es por si aparecen los perros. Tres mastines que merodean por el cerro, y que hace unos días se encararon con el hijo de Damián y sus amigos. A saber qué les andarían haciendo, que ya se sabe que esos chicos siempre andan metiéndose en líos. Pero en cualquier caso me alegro que lleve la piedra, que nunca se sabe.

Nada más salir del pueblo nos cruzamos con Julia, la cartera. Al verla pienso que debe ser jueves ya, porque ella sólo viene al pueblo los lunes y los jueves, con su bicicleta de paseo gris, a entregarnos las cartas que vamos acumulando el resto de los días. Nos saluda con la mano ya desde lejos, y con esa enorme sonrisa que siempre le ilumina la cara y nos hace sonreír a los que nos cruzamos con ella también.

La madre de Julia fue maestra en la escuela del pueblo de al lado. Pedro y yo la conocemos bien, desde niños, cuando éramos nosotros los alumnos y la maestra su madre. Fuimos muy buenos amigos los tres, y ahora que nos hemos cruzado con su hija Julia, nos han venido a la memoria muchos recuerdos de entonces. Nos ha dado por recordar las tardes de verano en el río, o los días de invierno en los que nevaba tanto que era imposible llegar hasta la escuela y nos quedábamos en la calle jugando con imaginarios trineos fabricados con cartones.

Dentro de poco comenzará a nevar – comentó Pedro – el invierno está ya a la vuelta de la esquina. Más vale que arregle pronto el techo del cobertizo, o la nieve lo tumbará, que la madera está ya muy desgastada.

Ahora cuando volvamos al pueblo lo echamos un vistazo.

No me había dado tiempo casi ni a terminar la frase cuando Pedro resbaló con el barro y cayó al suelo. Enseguida fui a levantarle, pero estaba dolorido y no se quería mover. Se quejaba de un dolor fuerte en el tobillo, un esguince, quizá. A nuestra edad los tobillos son tan delicados que cualquier imprevisto puede ocasionarnos una lesión.
Pero a pesar de hallarse en el suelo, magullado, comprobé que no había soltado la piedra. Y sonreí, y le miré y al ver el gesto que le hice con los ojos en dirección a su mano, y comprender lo irónico de la situación, sonrió él también.

Cómo habría querido haber hecho caso a mis hijos y tener un móvil en este momento, para haber avisado a alguien del pueblo, y que hubiera podido subir a buscarnos con un coche. Y no es porque ellos no lo hayan intentado un montón de veces: que si ya estoy muy mayor… que si siempre ando de un lado para otro, y que casi les resulta imposible dar conmigo… y ahora mira, después de tanto gruñir les tengo que dar la razón.

Descansamos unos minutos más, hasta que se le alivió un poco el dolor, y le ayudé a incorporarse para poder volver al pueblo. Pero a penas podía apoyar el pie derecho en el suelo, así que me coloqué a su lado para que pudiera agarrase a mi brazo, sirviéndole de apoyo para que caminase mejor.

De repente le dije:
- Si vienen los perros ahora echamos a correr ¿eh?
Y nos entró la risa a los dos. Dos viejos que apenas podían mantenerse en pie, con tres piernas disponibles, en lugar de cuatro.
- Correríamos a la pata coja

Por suerte al rato apareció Julia de nuevo con su bicicleta. Ya había terminado de repartir las cartas y se iba al pueblo de al lado a continuar. Gracias a ella, pudimos avisar a un vecino que nos llevó al ambulatorio.



Tardamos casi un mes en poder volver a dar un paseo juntos, pero cada mañana, a las nueve en punto, yo iba a su casa a tomar un café con él, para poder seguir recordando anécdotas del pasado, o para comentar que un día de estos tendríamos que arreglar el techo del cobertizo de Pedro, no fuera a ser que la nieve lo tumbara, que la madera estaba ya muy desgastada.

jueves, 4 de junio de 2009

El dinosaurio de la selva Amazónica

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¿Qué por qué estoy dibujando un dinosaurio con gafas de sol? Me dice. Es que si no le pongo gafas no podría abrir los ojos el pobre con el solazo que hace, y tampoco es plan de que viviendo en la selva Amazónica no pueda disfrutar del paisaje.
Teresita me decía que mejor le pusiera lentillas, pero a mi me parece que las gafas le quedan más graciosas. Además, digo yo que si es mi dibujo podré pintarlo como quiera ¿no?

No sé por qué últimamente la profesora nos pide cada día que hagamos un dibujo de lo que hayamos hecho la tarde anterior. Ella no se cree que los míos reflejen realmente lo que he hecho yo, y por más que le juro que es verdad no sirve de nada. Hoy por ejemplo quería castigarme por mentiroso. Dice que es imposible que yo haya pasado la tarde del martes en la selva con un dinosaurio azul, si por la mañana estaba en el colegio en Madrid. Y la verdad es que tenía razón, no era azul el dinosaurio sino amarillo, pero he querido dar un toque creativo a mi dibujo.

Dice que va a llamar a mi madre para que vaya hablar con ella, pero no creo que quiera ir. Yo nunca he conseguido que se levante del sofá, ni siquiera aquel día que me caí de la silla de la cocina al intentar coger el bote de nocilla. Ese día me hice mucho daño en un pie, pero ella solo me gritaba desde el salón que me callara porque no la dejaba escuchar los anuncios de teletienda. Hasta que no vino papá por la noche no me llevaron al hospital para que me pusieran la escayola.

Yo al principio lo pasaba mal, pero un día mi amigo Fran me dijo que lo que tenía que hacer cuando estuviera triste era cerrar los ojos muy fuerte, y viajar con mi imaginación al sitio que yo quisiera. Desde entonces es lo que hago cada tarde al llegar a casa. Me siento en un rincón de mi habitación y me voy de viaje. No he vuelto a llorar y he hecho muchos amigos por todo el mundo. Y como estoy calladito no molesto a mi madre y no me grita, y puede quedarse tranquilamente en el sofá viendo la tele y bebiendo agua. Que debe ser que ver los anuncios da mucha sed, porque siempre tiene en la mano una botella de agua y se pone muy nerviosa cuando se le acaba.

He estado en África, en Asia, en América. He montado en globo y en submarino, y hasta una vez un oso polar dejó que me subiera a su lomo y me enseñó cómo era el polo norte.
A mis amigos del colegio les da envidia, porque ellos siempre tienen cosas que hacer y nos les da tiempo a ir de viaje. Sus padres son un rollo y les obligan a ir a clases de gimnasia o natación.

Creo que mañana viajaré a la India para subirme encima de un elefante. Aunque la profesora me ha dicho que mañana después del colegio va presentarme a unos señores muy simpáticos que van a hacerme unas preguntas. Dice que no me preocupe porque pronto me llevarán a otra casa y podré tener otra mamá que me atienda. Pero yo no quiero otra mamá que me obligue a ir a natación y no me deje viajar.

lunes, 1 de junio de 2009

¿Eso qué es? (microrelato)

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La niña de la aldea gallega observaba decepcionada a los dos hermanos madrileños, mientras mordía su bocadillo de pan con chocolate.
Llevaba toda la semana nerviosa porque iban a ir a su casa dos niños de la capital. Seguro que son muy listos, pensaba, tendré que estar a la altura.

Le había pedido a su madre que le acompañara a la biblioteca para coger dos libros de cuentos. Quería demostrarles lo bien que sabía leer. Durante la semana los leyó tantas veces que casi podía recitarlos de memoria.

Sin embargo aquella tarde en la que por fin llegaron, y después de que la madre les hubiera dado de merendar, se quedó atónita escuchando las preguntas tan tontas que le hacían a su abuelo. ¿Acaso los niños de la ciudad no sabían lo que era algo tan simple como un azadón?